Arte y devoción

La Virgen María, uno de los emblemas de la concepción doctrinaria y militante de la Iglesia católica a partir de las enseñanzas del Concilio de Trento, adquiere importancia en la pintura religiosa de la época. La defensa del dogma de la Inmaculada Concepción ejemplifica el interés de la jerarquía católica por destacar el papel de intermediación otorgado a María. El repertorio iconográfico incluye un gran número de variantes. Una es la Sagrada Conversazione, Conversación Sagrada, donde la Virgen María ocupa un lugar central, rodeada de santos que establecen con ella un diálogo visual y dan testimonio de la verdad revelada. Hay también composiciones más convencionales y austeras, protagonizadas por la Madre y el Hijo, que, lejos del hieratismo de etapas anteriores, valoran la condición maternal de María y el trato afectivo que establece con el Niño.
Sagrada Conversación
La Virgen Entronizada o Sedes Sapientiae simboliza el poder y la sabiduría universales de la Iglesia. Esta idea se refuerza con la presencia de San Pedro con las llaves del Paraíso y el Evangelio, y San Pablo con la espada del martirio. El primero como fundador de la institución y, el segundo, como garante. La iconografía reproduce el modelo de las sagradas conversaciones que se establecen entre los apóstoles y la Virgen. El esquema compositivo de esta tabla de Vincenzo Frediani (Lucca, documentado 1476 – muerto 1505) remite a la escena que el pintor florentino Domenico Ghirlandaio (1448/49-1494) había pintado en la Catedral de San Martín, y evidencia la expansión del estilo florentino más allá de la ciudad de los Medici.
Peter Paulus Rubens, La Virgen y el Niño con santa Isabel y San Juanito, hacia 1618 |
Vincenzo Frediani, Virgen con el Niño Jesús entre san Pedro y san Pablo, hacia 1490 |
Pocos símbolos han adquirido la dimensión icónica y universal de la Cruz. Considerada el emblema por excelencia de la comunidad cristiana, es un elemento referencial de su iconografía devocional y un símbolo pasional de sacrificio. Teniendo en cuenta su capacidad de trascendencia e imantación, la Cruz ha sido uno de los motivos más representados por los artistas de la época y uno de los que han perdurado más allá del contexto histórico y cultural en el que nació y se desarrolló. Siguiendo el ejemplo del martirio y la pasión de Cristo, la iconografía barroca convierte la representación de escenas martiriales, donde los protagonistas son sometidos a las más feroces torturas y a sufrimientos inimaginables, en imágenes de culto y de devoción, para que los fieles se reflejen en esos modelos de virtudes, los imiten y establezcan relaciones empáticas con ellos.
Luis de Morales (El Divino), Ecce Homo, entre 1570-1580 |
Marcellus Coffermans, Descendimiento de la cruz, tercer cuarto del siglo XVI |
La doctrina contrarreformista eleva la figura de los santos y los convierte en mediadores entre el hombre y Dios. Su ejemplo, la contemplación, la plegaria, la renuncia a los bienes materiales o un ideal de vida contemplativa, predisponen al creyente a intensificar la vivencia de la fe cristiana y le facilitan la comunión con la divinidad. El rapto o éxtasis místico, las visiones iluminadas, con carácter profético, o la actitud de abnegación y entrega incondicional a la esperanza de la fe son algunos de los signos externos del ideal de vida cristiana. Y la pintura del siglo XVII que hace una exaltación de las experiencias sobrenaturales, las que trasladan a los protagonistas a estadios de plenitud religiosa, es un buen reflejo de ello. Lejos de generar reacciones de incredulidad, este tipo de experiencias desvela en los creyentes una respuesta emotiva y una conmoción piadosa y sentimental.
Doménikos Theotokópoulos (El Greco), San Pedro y San Pablo, 1590-1600 |
Josep de Ribera, San Jerónimo, 1618-1625 |
En la cultura cristiana, el principio del decoro obligaba a diferenciar claramente el espacio sagrado del terrenal, según un criterio de separación y jerarquización. Pero en algunas representaciones religiosas, protagonizadas por un santo, la verosimilitud de la narración justificaba la aparición de un espacio donde convivían elementos de los dos mundos.
Con unos recursos escenográficos muy efectistas, inspirados en el teatro, la iconografía barroca representó escenas devocionales, creando una geografía imaginaria donde las criaturas terrenales y las celestiales compartían un espacio entre una y otra realidad. Esta geografía pasaba a ser una metáfora del poder de intercesión de las imágenes sagradas, al convertirse en una fuente de veneración, y una clara alusión a las facultades superiores que se atribuían a los santos.
Los ciclos pictóricos
Las series o ciclos religiosos pintados desarrollaban programas iconográficos que se fundamentaban en episodios de tipo hagiográfico. Los protagonistas más habituales eran las órdenes monásticas o conventuales. La aparición de esta tipología artística, en gran parte deudora de las formas narrativas devocionales, se enmarca en el contexto de la irradiación de una nueva cultura católica que valoraba muy positivamente el uso de la imagen con finalidad doctrinal. Siguiendo los preceptos contrarreformistas, los comitentes buscaron modelos más cercanos y verosímiles que ayudaran a la propagación de la fe, y utilizaron tanto las fuentes literarias como los grabados, que, a menudo, los artistas copiaban miméticamente.
Paolo De Matteis, El rey Wenceslao IV sentencia a San Juan de Nepomuceno, 1710 |
Andrea Vaccaro, Tobías cura la ceguera de su padre, 1667 |