En El pintor de la vida moderna, un texto publicado en 1863 por el poeta, crítico y traductor francés Charles Baudelaire [1], se identificaba el arte con lo fugaz, lo circunstancial, lo inconstante, característico de la modernidad, y al artista, con el flâneur, ‘el paseante’ enervado y curioso que se pierde entre la multitud. El teatro y el music hall, el bulevar y el parque; la noche, la moda, el maquillaje femenino… son los lugares y objetos de esta vida moderna, inseparables del ritmo de la ciudad de las masas, convertida en espectáculo de sí misma. Alrededor de 1900, en París o en Barcelona, como en tantas ciudades de Europa, los artistas parecen culminar el papel que Baudelaire les había asignado.