¿Qué nos subleva? Son una serie de fuerzas: psíquicas, corporales, sociales. Con ellas transformamos lo inmóvil en movimiento, el abatimiento en energía, la sumisión en revuelta, la renuncia en alegría expansiva. Las insurrecciones se suceden como gestos: los brazos se levantan, los corazones palpitan más fuerte, los cuerpos se despliegan, las bocas se liberan. Las insurrecciones no llegan nunca sin pensamientos, que a menudo se convierten en frases: la gente reflexiona, se expresa, discute, canta, garabatea un mensaje, fabrica un cartel, distribuye una octavilla, escribe un libro de resistencia.
Son formas gracias a las cuales todo esto podrá aparecer, hacerse visible en el espacio público. Se trata, pues, de imágenes; a ellas está dedicada esta exposición. Imágenes de todos los tiempos, desde Goya hasta hoy, y de todo tipo: pinturas, dibujos o esculturas, películas o fotografías, vídeos, instalaciones, documentos… Dialogan más allá de las diferentes épocas. Se presentan en un relato donde se suceden elementos desencadenados, cuando la energía del rechazo se apodera del espacio entero; gestos intensos, cuando los cuerpos saben decir «¡no!»; palabras exclamadas, cuando la palabra presenta denuncia ante el tribunal de la historia; conflictos enardecidos, cuando se levantan las barricadas y la violencia se vuelve inevitable; finalmente, existen deseos indestructibles, cuando la potencia de las insurrecciones consigue sobrevivir más allá de su represión o de su desaparición.
Cada vez que se levante un muro, habrá siempre «insurrectos» para «saltarlo», es decir, para atravesar las fronteras. Aunque solo sea imaginando. Como si inventar imágenes contribuyera –unas veces modestamente, otras poderosamente– a reinventar nuestras esperanzas políticas.
Georges Didi-Huberman
Comisario de la exposición
Levantarse, como cuando decimos “una tempestad se levanta”. Dar la vuelta a la gravedad que nos clavaba en el suelo. Así serán contradichas en su totalidad las leyes de la atmósfera. Superficies –sábanas, telas, banderas– que vuelan al viento. Luces que explotan como fuegos de artificio. Polvo que sale de los rincones, que se eleva. Multitudes. Como en las obras de Fortuny o Martí i Alsina. Tiempo que se desborda. Mundo patas arriba. De Victor Hugo a Eisenstein y más allá, los levantamientos serán comparados a menudo con los huracanes o con grandes olas rompientes. Porque entonces los elementos (de la historia) se desencadenan.
Uno se levanta primeramente ejerciendo su imaginación, aunque sólo sea con sus “caprichos” o sus “disparates” como decía Goya. La imaginación eleva montañas. Y cuando uno se levanta contra un “desastre” real, eso significa que, a lo que nos oprime, a los que quieren imposibilitarnos el movimiento, oponemos la resistencia de fuerzas que, en un principio, son deseos e imaginaciones, es decir, fuerzas psíquicas de desencadenamiento y de nuevas posibilidades.
Levantarse es un gesto. Incluso antes de emprender y de llevar a buen término una “acción” voluntaria y compartida, nos levantamos con un simple gesto que, de repente, nos libra del abatimiento que hasta aquél momento nos sometía (fuera por cobardía, cinismo o desesperación). Levantarse es echar lejos el fardo que pesaba sobre nuestras espaldas y nos impedía movernos. Es romper un cierto presente –aunque sea a golpes de martillo, como quisieron hacer Friedrich Nietzsche o Antonin Artaud– y levantar los brazos hacia el futuro que se abre. Es un signo de esperanza y de resistencia, pintado y esculpido notablemente por Juli González [3].
Es un gesto y es una emoción. Los republicanos españoles lo asumieron plenamente, con su cultura visual inspirada por Goya y Picasso, pero también por todos los fotógrafos que captaban sobre el terreno los gestos de los prisioneros liberados, de los combatientes voluntarios, de los niños o de la famosa Pasionaria, Dolores Ibárruri [4]. En el gesto de levantarse, cada cuerpo protesta con todos y cada uno de sus miembros, cada boca se abre y exclama con el no-rechazo y con el sí-deseo.
Los brazos se han levantado, las bocas han exclamado. Ahora hacen falta las palabras, hacen falta frases para decirlo, cantarlo, pensarlo, discutirlo, imprimirlo, transmitirlo. He aquí porqué los poetas se sitúan “por delante” de la propia acción, como decía Rimbaud en tiempos de la Comuna. Anteriormente, los románticos, después, los dadaístas, los surrealistas, los letristas, los situacionistas, etc., llevaron a cabo insurrecciones poéticas.
“Poético” no significa “lejos de la historia”, sino todo lo contrario. Existe una poesía de las octavillas, desde la hoja volante de protesta escrita por Georg Buchner en 1834 hasta las “resistencias digitales” actuales, pasando por la CNT en 1936, René Char en 1943 o los “ciné-tracts” en 1968. Hay una poesía propia de los periódicos en papel y de las redes sociales. Hay una inteligencia particular –atenta a la forma– que es inherente a los libros de resistencia o de insurrecciones. Hasta que los propios muros tomen la palabra y ésta se apropie del espacio público, del espacio sensible en su totalidad.
Entonces todo se enciende. Unos sólo ven puro caos. Otros ven surgir las formas mismas de un deseo de ser libre. Durante las huelgas se inventan maneras de vivir conjuntamente. Decir que “nos manifestamos” es constatar –incluso para asombrarse de ello, incluso para no comprenderlo– que algo decisivo ha aparecido. Pero para ello habrá sido necesario un conflicto, motivo importante de la pintura moderna de historia (de Manet a Polke) y de las artes visuales en general (fotografía, cine, vídeo, artes digitales).
A veces las insurrecciones sólo producen la imagen de imágenes rotas: vandalismos, ese tipo de fiestas en negativo sobre las que reflexiona Pedro G. Romero. Pero sobre esas ruinas se construirá la arquitectura provisional de las insurrecciones: cosas paradójicas, movedizas, hechas de cascotes y cachivaches, que son las barricadas, que se pueden ver notablemente en las fotografías de Centelles. Después las fuerzas del orden reprimen la manifestación, cuando los que se levantan no tenían más que la potencia de su deseo (la potencia: no el poder). Y esta es la razón por la que tanta gente, en la historia, ha muerto por haberse rebelado.
Pero la potencia sobrevive al poder. Freud decía del deseo que es indestructible. Incluso los que se saben condenados –en los campos, en las prisiones– buscan los medios para transmitir un testimonio, una llamada. Es lo que Joan Miró evocó en una serie de obras titulada La esperanza del condenado a muerte [5], homenaje al anarquista Salvador Puig i Antich, ejecutado por el régimen franquista en 1974, y que podemos ver también en la obra de Antoni Tàpies.
Una insurrección puede acabar con las lágrimas de las madres sobre los cuerpos muertos de sus hijos. Pero estas lágrimas no son sólo de abatimiento: pueden todavía aparecer como potencias de levantamiento, como en esas “marchas de resistencia” de las madres y las abuelas de Buenos Aires. Son nuestros propios hijos quienes se levantan: ¡Cero en conducta! ¿Acaso Antígona no era casi una niña? Sea en la selva de Chiapas, en la frontera greco-macedonia, en alguna parte de China, en Egipto, en Gaza o en la jungla de las redes informáticas pensadas como una vox populi, siempre habrá niños para saltar los muros.