Los inicios de Bermejo son inciertos. Nada se sabe de su juventud y formación, excepto que nació en Córdoba. Su primera pieza documentada es el San Miguel, fechado en 1468, una obra realizada en Valencia para la parroquia de Tous que revela un excelente conocimiento de la pintura flamenca. Gracias a la llegada de maestros septentrionales y a la continua importación de pinturas, dibujos y estampas, Valencia se convirtió en un escenario ideal para que un joven e inquieto pintor no solo se sintiese cautivado por los modelos de los maestros del norte, desde Jan van Eyck a Hans Memling, sino también para que asimilase las claves de su lenguaje. Bermejo adquirió un perfecto dominio de la técnica del óleo, lo que le permitió desplegar numerosos efectos de ilusionismo pictórico en sus obras: desde refinados brillos y reflejos luminosos sobre metales, piedras preciosas y piezas de orfebrería hasta sorprendentes efectos de transparencia en gasas, pasando por una hábil combinación cromática que otorga verosimilitud matérica a los tejidos, mármoles y pavimentos representados. Fue así como se empezó a cimentar la trayectoria de uno de los pintores más virtuosistas del siglo XV.
Tras su estancia en Valencia Bermejo se instaló en Daroca en torno a 1472. La estrecha relación que mantuvo con algunos miembros de su comunidad judeoconversa ha llevado a pensar que él mismo compartía esta condición. Se casó con Gracia de Palaciano, una rica viuda que años más tarde fue procesada por mantener prácticas judaizantes. Por su parte, Juan de Loperuelo, un acaudalado mercader converso, también procesado por la Inquisición, aparece vinculado directa o indirectamente con la mayoría de los retablos que realizó en Daroca, por lo que se le puede considerar su factótum profesional y personal. Resulta también indicativa la realización de pinturas cuya temática parece concebida para satisfacer las expectativas y calmar los temores de los nuevos cristianos. Además, Bermejo encabezó sus firmas con las iniciales ihs (Ihesus), quizás una estrategia para expresar, alto y claro, su nueva fe cristiana y así poder sortear a las autoridades religiosas en un momento, finales del siglo XV, especialmente complicado para judíos y conversos. Todo ello apunta a que el itinerante Bermejo debió ser uno más de los damnificados por el clima de intolerancia y exclusión religiosa dominante en su época.
La cita que preside esta sección, incluida en el contrato del retablo de la parroquia de Romanos, localidad próxima a Daroca, indica hasta qué punto la sofisticación cromática de algunas obras de Bermejo, en este caso del retablo dedicado a santa Engracia, suscitó la admiración de los espectadores y clientes, que no dudaron en ver en ellas el modelo a seguir para sus encargos.
Del retablo de Santa Engracia de San Pedro de Daroca se conservan seis tablas, dos de las cuales se han reunido en esta sala. Uno de los rasgos que comparten todas ellas es, precisamente, la espectacular y variada gama cromática que Bermejo logró imprimir en sus obras gracias a su dominio de la técnica del óleo y de una serie de fórmulas –como la aplicación de lacas y transparencias– que le permitieron aumentar la sensación de profundidad y brillantez de los colores, en especial de los rojos y verdes. Sin duda esta riqueza cromática fue una de las claves del éxito de Bermejo. De hecho, cuando en 1479 fue contratado para realizar el retablo de la Virgen de la Misericordia, el auténtico leitmotiv del documento notarial era que aplicase «carmini e verdes e violetes todos acabados a olio».
Bermejo debió ser un pintor de personalidad difícil, que en diversas ocasiones incumplió los contratos que firmó. Así sucedió en el caso del retablo para la parroquia darocense de santo Domingo de Silos, encargado en 1474. Desconfiados, los comitentes encomendaron a los pintores Juan de Bonilla, primero, y Martín Bernat, después, que supervisaran la actividad laboral de Bermejo. Cuando en 1477 este abandonó el proyecto después de haber pintado la apoteósica tabla central decidieron forzar su regreso al trabajo haciendo efectiva la cláusula de excomunión incluida en el contrato y que, más que penas espirituales, comportaba ciertas restricciones laborales. Ese mismo año se firmó un nuevo contrato, pero ni aun así se logró que Bermejo cumpliera con las condiciones acordadas: las dos tablas laterales del conjunto que han llegado hasta nosotros fueron realizadas principalmente por el taller de su socio Martín Bernat. Entre las explicaciones para dicha actitud inconformista está la posibilidad de que considerase que se trataba de un trabajo mal remunerado, la incomodidad de actuar junto a maestros menos cualificados o la negativa a ceñirse a los conservadores criterios estéticos de los clientes.
Bermejo tuvo que asociarse a menudo con maestros residentes en las ciudades donde se asentó para sortear las restricciones del sistema gremial. Así sucedió con Juan de Bonilla en Daroca, Martín Bernat en Zaragoza o los Osona en Valencia. Pese a que los clientes siempre confiaron a Bermejo el diseño de las composiciones y la realización de las figuras principales, este método de trabajo compartido afectó a la calidad del resultado final por diversos motivos, como la menor destreza de los socios y la aplicación de fórmulas –como el uso de los relieves en yeso– opuestas al ilusionismo de impronta flamenca propio del pintor.
No obstante, el asociacionismo facilitó la difusión de los modelos concebidos por Bermejo, especialmente a cargo del taller aragonés de Martín Bernat y Miguel Ximénez. Ello confirma que fue un artista de referencia, respetado y admirado por pintores y clientes por su superioridad técnica y excepcional creatividad. De ahí, quizás, que el cabildo de la Seo de Zaragoza ordenase instalar una cerradura para controlar el acceso al claustro viejo donde Bermejo trabajaba en la policromía de las puertas del retablo mayor de la catedral y preservar así su intimidad.
Un tríptico de formato flamenco encargado por un mercader italiano para la capilla de una catedral italiana y realizado en la cosmopolita Valencia por tres pintores hispanos. Esta podría ser la carta de presentación del Tríptico de la Virgen de Montserrat de Acqui Terme. Bermejo, con la colaboración de Rodrigo y Francisco de Osona, firmó una pintura que revelaba su capacidad para asumir de forma aún más intensa lo flamenco, desde el formato del tríptico y el uso de madera de roble hasta la adopción de fórmulas próximas a Jan van Eyck, Dirk Bouts y al Maestro de la Leyenda de Santa Lucía. Una obra que también demostraba su asimilación de recetas de origen italiano, como la espectacular marina del fondo, compartidas con los Osona.
Como otros mercaderes italianos, Francesco della Chiesa, comitente del tríptico, mostró una marcada inclinación hacia la pintura flamenca. Establecido en Valencia, debió ver en Bermejo al pintor ideal para llevar a cabo un exvoto en agradecimiento a la Virgen de Montserrat –quizá tras sobrevivir a un naufragio en uno de sus viajes entre los puertos de Savona y Valencia– que presidiera la capilla que fundó en la catedral de Acqui Terme, su ciudad de origen.
En torno a 1490 el arcediano barcelonés Lluís Desplà (1444-1524) promovió la última pintura conocida de Bermejo: una Piedad absolutamente única. En primer lugar por su fantástico paisaje de carácter expresionista y simbólico, concebido para propiciar una meditación sobre el significado del sacrificio de Cristo y su papel redentor. En segundo lugar por la presencia de san Jerónimo, que evoca el carácter humanista de Desplà, un eclesiástico de cultura y gustos filoitalianos. Una tercera particularidad es el texto all’antica grabado en la base de la pintura, testimonio de la afición coleccionista de Desplà por las inscripciones antiguas. Nos hallamos, por tanto, ante una obra concebida al alimón, a dos manos, entre un poderoso humanista y el pintor hispano con más talento de su época.
Tras la realización de la Piedad Desplà la documentación conservada sobre Bermejo llega hasta 1501. De ese periodo tan solo se sabe que realizó dibujos preparatorios para algunas vidrieras en Barcelona. ¿Qué ocurrió para que el mejor pintor de su generación casi desapareciera del paisaje artístico tras haber ejecutado su obra cumbre? Esta es, sin duda, una de las grandes incógnitas que aún rodean la figura de Bermejo.
Tras su muerte a comienzos del siglo XVI la fama de Bermejo se apagó. Con el paso del tiempo, muchas de sus obras fueron arrinconadas en sacristías y desvanes o, sencillamente, se perdieron. Para la recuperación de su memoria hubo que esperar hasta finales del siglo XIX e inicios del XX, cuando la pintura medieval concitó un acentuado interés entre los especialistas y coleccionistas internacionales. De hecho, aunque su nombre ya era conocido a mediados del Ochocientos gracias a la inscripción en la Piedad Desplà, su auténtico redescubrimiento tuvo lugar entre 1905 y 1907, cuando se estableció una conexión estilística entre la tabla barcelonesa y tres piezas emblemáticas: el San Miguel de Tous, la tabla central del retablo de Santa Engracia y el tríptico de Acqui.
En los años siguientes el estudio de su obra y la elaboración de su catálogo pasaron a ser el objetivo central de un buen número de estudiosos, encabezados por el historiador valenciano Elías Tormo; pero también dio pie a la aparición de las primeras copias y falsificaciones de sus obras. Toda una prueba de que Bermejo había pasado a ser reconocido como uno de los mejores pintores del siglo XV.